Hace mucho tiempo en un lugar no tan lejano, más exactamente en donde se encuentran la 127 y la autopista norte en Bogotá, un viejo italiano trataba de convencer a un montón de niños colombianos aburridos en un auditorio, de que los 12 pares de Francia no habían muerto en una emboscada de simples vascones que a punta de piedra y uno que otro azadón acabaron con toda la retaguardia del ejército francés si no, como se cuenta en el cantar, deteniendo en los Pirineos a un ejército de 400.000 sarracenos.
Triste empresa, triste por dos motivos. El primero y más prosaico era que para ninguno de esos niños colombianos era conocida la leyenda de Roldán; no éramos un panel de expertos historiadores o literatos que miraran con desconfianza o compasión a un viejo deschavetado que quisiera superponer a la versión oficial de la historia aquella del poema. La mayoría de hecho, parecía no tener el menor interés en conocerla.
Ese primer motivo, sin embargo, no me interesa. El segundo que desde hace un par de semanas me ronda en la cabeza, ya fue mencionado: este era un viejo deschavetado que quería que el mundo comprendiera que la historia se equivocaba, que Rolando (Roldán, Orlando, ese mismo que Ariosto ridiculiza y que terminó siendo una imitación de Flash Gordon que hacía equipo con Mandraque) y los otros 11 no habían perdido una batalla contra un enjambre de rústicos bien posicionados si no salvando a la cristiandad de una inminente invasión musulmana.
Voy a rogarles que dejemos de lado las implicaciones morales de las cruzadas, la invasión árabe, su floreciente civilización y el contraste evidente con la Europa medieval. Hay que pensar solamente en un viejo al que el mundo le parecía un lugar mejor cuando un pedacito de la historia era lo que se narraba en un poema épico y no lo que los historiadores decían.
Asumiendo el riesgo espantoso de caer en esa trilladísima dicotomía de película para niños donde la maravillosa fantasía se enfrenta en singular batalla al mundo adulto, gris y materialista, voy a decir que apenas recordé al viejo (hace un par de semanas mientras caminaba por la quinta) empecé a quererlo. Y más grave aún, empecé a querer que los 12 pares de Francia hubiesen muerto en una batalla a campo abierto contra 400.000 musulmanes y no en una emboscada en un acantilado de los Pirineos contra vascones mal armados. Aunque esta última versión de la historia abre la posibilidad de que mi tátaratataratataraalgo fuera el rústico que venciere a alguno de los 12 caballeros más poderosos de la cristiandad. O al menos, el que tiró la piedra que finalmente lo precipitaría por el barranco.
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