Un tren, una terrible cefaléa y un infante (3 años o algo así) que se debate entre euforias antagónicas: llantos desgarradores o alegrías insoportables (para mí) llenas de hiperactividad frenética. Corre, salta, me orbita, me grita, me invita a jugar, golpea mi silla, declama eternas y repetitivas rondas infantiles con una miserable vocecita punzante...
Depronto tropieza con mi pié estratégicamente desalineado, cae, y con su cara roja de sangre y rabia, chilla como un ave prehistórica, grita como una menopáusica histérica y me apunta con su índice acusador.
Su madre se incorpora y uniendose a una reciente algarabía general, amenaza con hacerme ir a prisión, lo que a estas alturas, anhelo sinceramente.
Trato de ignorarlos lo mejor que puedo cuando de improviso, ella suelta un terrible manotazo contra la parte superior de mi cabeza, mientras el niño, convertido en una bestiezuela morada, me muerde un pulgar. No lo resisto y mi cabeza literalmente estalla.
Despierto y me encuentro en un vagón de tren, con una cefaléa terrible, mientras un niño de unos tres años corretea presa de una alegría bestial; me entran unas ganas terribles de sacar ligeramente el pié hacia el corredor.
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